lunes, 9 de febrero de 2015

Ángel

Un ángel amaneció en el patio. Creo que era idiota porque no controlaba su saliva y continuamente se empapaba. En lugar de hablar emitía sonidos guturales, agitaba los brazos descoordinadamente, defecaba ahí mismo, revolviendo después su excremento que hedía terriblemente. Parecía no poder volar, quizá por aquella falta de control sobre su cuerpo. Pude haberlo llevado a otra parte, a la iglesia, supongo, pero Cici quedó encantada con él y no paraba de abrazarlo, de limpiar su inmundicia y regalarle dulces de leche y frutas a pesar de mi desconfianza. El ángel la veía sonriendo con esa mueca grotesca que le permitía su boca torcida, dejándola acercarse cuanto quisiera, y comía vorazmente las golosinas crujiéndolas entre sus dientes equinos, desalineados y sucios. Durante semanas lo tuvimos sentado en el patio. Ni pensar en darle un lugar dentro de la casa. Aunque Cici reclamara, el ángel permanecería afuera y lo cubriríamos en las noches con los retazos de sábanas en que ella se había destrozado los dedos al coserlos. Si su madre la hubiera visto qué orgullosa y enternecida estaría de nuestra pequeña. Compramos también un tazón para perros para darle agua y otro más para poner su comida (que siempre regaba por todos lados), incluso planeaba levantar una pequeña techumbre con lámina y resguardarlo del sol y de la lluvia. Quisimos mantenerlo en secreto pero a cada rato batía sus alas haciendo gran escándalo, los vecinos iban saliendo alarmados, recogiendo la ropa o las macetas que habían salido volando. Pronto todo el mundo lo venía a visitar, y aunque al principio le regalaban coronas de espliego y rezos, cuando vieron su naturaleza enferma empezaron a traer agua bendita y pequeñas esculturas de animales con cuatro cabezas, entre otras cosas. El ángel aceptaba todo y se adornaba con sus regalos con una infantil expresión de felicidad. Fue tomando fama el ángel imbécil de la calle tres. Venían varias personas para entrevistarnos, periodistas de traje y corbata, troupes de fenómenos, los mesías de las nuevas sectas. Hacían una larga fila para pasar y verlo, y acariciar sus alas, y guardar sus fluídos en brillantes cálices dorados. A todos decíamos que el ángel se quedaría allí, con nosotros, con Cici. Él parecía de acuerdo, prodigándole cuidados sencillos a mi hija, prendiendo luces fantasmales que bailaban en la noche frente a nuestra ventana, haciendo emerger de la nada breves jardines con formas caprichosas. Todo parecía tan tranquilo, como el sebo inocuo que algunas personas tienen en el lóbulo de la oreja. Por entonces me dedicaba a los seguros. Iba a las casas en zonas de riesgo, a las oficinas centrales de algunas compañías, a los muelles, y vendía seguros contra incendio, contra robos, contra desastres naturales, contra incapacidades. Tenía que dejar a Cici sola durante mucho tiempo. Creí que el ángel sería una distracción para ella, para que no se aburriera en las tardes, tal vez haciéndole probar la responsabilidad. Juntos buscamos revistas de repostería y libros de cocina de diferentes países con tal de que se entretuviera alimentando al ángel, su comida favorita es el salmón con risotto de verduras, me diría después emocionada. Tramité un seguro de vida para él e incluso estaba pensando en adoptarlo, darle un nombre y un apellido. Las cosas parecían tan tranquilas. A pesar de todo no me interesaba que se fuera, llegó a ser como la puerta oxidada que uno se acostumbra a escuchar o aquellas líneas de salitre que se acumulan en los rincones. Después renegaría de mi suerte, culpándome por no haber actuado a tiempo, y es que qué clase de dios permite una abominación de ese tipo, en qué clase de mundo algo así puede llegar a nacer. Regresé del trabajo un día y escuché gritar a Cici, corrí tan rápido como pude al patio. El ángel batía las alas más fuerte que nunca, también lanzaba alaridos. De alguna forma había tomado a Cici por sorpresa, quizá cuando le alimentaba, y se elevó con ella como jamás lo había hecho, desgarrándole la ropa con sus manos largas y blancas. De su vientre nació un miembro rojo envainado en piel como el de los perros y con él estaba violando a Cici, haciéndola llorar tratando de cubrirse con los jirones que pudo asir de su ropa. Quise acercarme, pero la fuerza de las alas era enorme. El ángel me veía y aleteaba con mayor furia. Sonreía. Terminó de usar a mi hija y la arrojó a mis pies desvanecida, un líquido azul y pestilente le nacía entre las piernas, impregnando el piso de su sustancia viscosa. Tenía rasguños, unos cuantos en las manos y en el torso, y parecía convulsionarse: sus ojos se movían rápidamente y sus extremidades temblaban. La abracé viendo al ángel que ya volvía aquietado a su lugar, la abracé y la llevé a su cuarto esperando que un milagro la hiciera olvidar. Le vinieron una fiebre y unos vómitos espantosos. Aunque los gritos seguramente se escuchaban por toda la calle nadie vino a preguntar qué pasaba, por el contrario, al día siguiente varias personas me detenían para saber si no le había ocurrido algo al ángel, que escucharon mucho ruido salir del patio, con un genuino gesto de preocupación. No soportaba ya ver sus alas infestadas de piojos o escuchar su voz desarticulada, sentía náusea sólo de imaginarlo afuera con sus ojos fijos, vacíos de razón. Cuando comencé a soñarlo (devorando la casa entera, dibujando en la tierra la desnudez de Cici) tuve que ir al médico a que me prescribiera calmantes o cualquier cosa muy potente, le dije, algo que borre todas estas imaginaciones. Sin embargo, seguía fantaseando con futuros aterradores, con el miedo de Cici, la inocencia que jamás le vería de nuevo. Qué dios permite una criatura así. Por las noches eran peores mi ansiedad y mi enojo. Crispaba las manos y terminaba lastimándome las encías de tanto que apretaba los dientes, a veces incluso lloraba conteniendo los gritos, reviviendo en mi mente una y otra vez las lágrimas que Cici dejaba escapar y su pequeña cabeza golpeando el aire. En un arranque de rabia compré clavos de herrero, tomé un mazo y, desarmando la mesa del comedor (un armatoste de más de dos metros de largo), fabriqué una cruz para dejarlo desangrarse. Esperé a que estuviera dormido para inyectarle un sedante para ganado en el brazo y en la parte superior de la nuca. Con paciencia y hasta con alivio fui enterrando los fierros en su carne blanca, turgente, cuidándome de que su sangre verdosa no me tocara, él mientras tanto, ya despierto y atontado, movía los ojos hacia todos lados, por momentos levantaba un ala, después la otra, pero no lograba tener el suficiente control como para quitarme de encima. Terminé de sujetarlo con alambres y con gran esfuerzo logré erguir la cruz contra la pared de la casa montando algunas poleas y tiras de cuero. Durante casi una semana no paró de sangrar, y donde su sangre caía crecían ortigas y cardos. De no haber sido porque varias personas se quejaron del trato inhumano que le daba (amenazando incluso con meterme preso) lo hubiese dejado allí el resto de mi vida, sufriendo el picoteo de las aves y el golpe de la lluvia. Fue una suerte que el gobierno no se metiera. A partir de eso los profetas, los maestros, los ascetas que habían roto su voto de silencio sólo para ver al ángel, quizá creyendo que evangelizaban a una mente débil, me hablaban de la sagrada misión que seguramente tendría, del divino mensaje que su presencia significaba, visitándome constantemente con mensajes de personas cada vez más lejanas y de nombres más extraños, pidiendo un santuario para el ángel o formar un grupo que dedicase noche y día a estudiar su misterio. Él, por su parte, parecía comprender de cierta forma que no podría seguir castigándolo y, que si así lo hiciera, alguien más lo llevaría consigo a algún lugar mejor. Lo odié tremendamente, más por haber embarazado a Cici, mi pobre niña. Le había crecido una panza descomunal y su línea alba estaba hecha arabescos, toda llena de diminutas pústulas oscuras. Se volvió huraña: hizo una rabieta cuando quise llevarla a la escuela, mordió sus brazos y rasguñó su cara, por lo que decidí dejarla en su cuarto; prefería pensar que quizá después se le pasaría, aunque eso fuera un absurdo. En cuanto al ángel, qué podía hacer sino soportarlo. Sin embargo, como no viera salida y pasaran los meses, decidí aprovecharme del efecto avasallante que parecía ejercer en las personas. Compré un remolque, lo acondicioné con un par de colchones y sábanas y me dediqué a viajar con él por todo el país, anunciando sanaciones milagrosas, cambios en la suerte, buena fortuna para quien diera una limosna al santo ángel. Poco me importó mi trabajo vendiendo seguros, también los trámites de adopción, lo dejé todo menos a mi hija y al monstruo. Eso fue un suplicio, Cici no permitía que nadie, incluso yo, la tocara, y aunque tardé mucho explicándole con maneras suaves que lo mejor era irnos, que no permitiría que el ángel se le acercara otra vez, al final ya estaba sentada junto a mí cruzando una carretera infinita, ella tan callada que parecía catatónica. Paulatinamente recuperaría el habla pero ya no como antes, repetía las maneras del ángel y por momentos parecía que se comunicaban, ella al frente y él encerrado atrás, en un lenguaje primitivo e íntimo. Seré sincero si digo que tuve celos, que tenía unas ganas tremendas de prohibirle a Cici ese idioma, pero eso hubiera puesto en riesgo los avances que bien a mal llevábamos. Para entonces ya tomaba los medicamentos a puños, sin embargo, las imágenes ahora tenían densidad y hasta podía tocarlas; supe que no habría de durar mucho más. En las visiones reconocía el olor del ángel e incluso podía rozar sus alas con mi mano, pero en nada cambiaba el final, nunca cambiaba el final. De La Providencia a San Fernando, de Santa Clara al Río Verde, los pantanos y las sierras y el pedazo de desierto que encontramos, a todas partes llegó la buena nueva del ángel. Y la gente venía a verlo, en serio, llegaban a veces con costales de granos, con cheques en blanco, con amuletos gitanos y egipcios. Todos los regalos eran aceptados, todos tirados después a mitad del camino al siguiente pueblo o vendidos a precios exorbitantes, santificados por el ángel, anunciaba. La criatura sufría menos de lo que hubiera querido, nunca le faltó el alimento y los fieles se encargaban de asearlo y acicalarlo a cambio de las extrañas flores que hacía crecer allí donde estuviese. Cici dio a luz en una encrucijada a la entrada de Santa Isabel. No podía soportar la forma en que la camioneta se agitaba en la terracería y tuvimos que parar cuanto antes. Bajé corriendo hasta el pueblo por una partera, con tan sólo mencionar que traía al ángel conmigo salió de inmediato. Puso una sábana en el piso acostando sobre ella a mi hija y dibujó un círculo alrededor con albahaca. El trabajo duró unas siete horas en las que estuve dando vueltas alrededor de Cici, a veces me detenía y alcanzaba a ver el sudor corriendo por sus mejillas rojas, el cabello pegado a su cráneo. El ángel también estaba inquieto y se podían escuchar sus manos descosiendo los colchones, estrujándolos. En el momento final se hizo un pesado silencio, más porque no se oía el llanto natal sino más bien algo como un zumbido, algo como el canto de una cigarra. La partera salió corriendo y santigüándose cuando vio salir de mi hija un animal que era todo ojos y todo dientes nadando en un río de agua del color de la pus, con ayuda de unos pequeños apéndices parecía querer levantarse. En su remolque, el ángel estaba a punto de romper la reja, aullaba y se sacudía con violencia mientras sus uñas rasguñaban las paredes de metal. Mi hija yacía exhausta sobre la sábana, doblaba el cuello como para lograr ver al producto, pero le ordené que no se moviera y sólo alcanzó a mirar cómo pisé una y otra vez al monstruo, cómo sonreía y lloraba al mismo tiempo. Intentaría gritar, yo creo, no le alcanzó la fuerza y se desmayó. No sé cómo habrá hecho, qué fuerza inhumana habrá empleado, pero el ángel logró romper el remolque y salió enfurecido a buscar a su hijo. Al ver un amasijo iridiscente de carne machacada se abalanzó sobre mí. No recuerdo más que sus puños torpemente apretados, su boca chorreando saliva y gritando. Cuando desperté, muchas horas después, seguía en el mismo lugar, al querer moverme noté que tenía rotos un brazo y un par de costillas, sangraba profusamente de la cara, quizá me faltaran algunos dientes, pensé. Con cuidado me fui levantando y todo seguía igual: el remolque destrozado, la camioneta abierta, la sangre regada, el engendro esparcido en el suelo. Allí estaba también Cici abrazada por el ángel, cubierta con sus alas, ambos durmiendo con una expresión de paz, de alguna clase de inusual y nostálgica felicidad. No los desperté, tampoco intentaría hacerle daño al ángel a pesar de que estaba descuidado, supongo que por creer haberme matado. Vi su mano escuálida en el vientre de Cici, la manera en que la cobijaba con sus alas manchadas. Y comprendí cómo es que un sacrificio puede perder su valor si no es bien recibido, cómo queriendo se puede lastimar a quien se quiere y a uno mismo también: Cici estaba allí no porque la hubiese convencido de volver a confiar en mí, sino por el ángel. Caminé hacia el pueblo a buscar a la partera, quería que me acomodara los huesos rotos, que me dijera a qué hora pasaba el tren. Partí con la esperanza de que Cici fuera feliz y ambos pudiéramos rehacer desde un nuevo inicio nuestras vidas. Quizá alguien los encontraría, dándoles refugio, quizá después fundarían alguna religión que pudiera perdonarme.

No hay comentarios: